El
preconsciente como área de trabajo
Green
ha realizado la propuesta de pensar esquemáticamente, según muestra en
sucesivos gráficos de diversos libros, al aparato psíquico como la intersección
de dos líneas: una vertical, dividiendo el adentro del afuera –que, en
realidad, es un afuera interior– y otra horizontal, dividiendo sólo el área
interior, de modo tal que si la línea vertical pudiera asociarse sin mayor
dificultad al área transicional, la horizontal lo sería al Preconsciente[2].
En dicho aparato–esquema, podemos concebir el trabajo del pensamiento y
de los procesos terciarios[3]
teniendo lugar en el punto de cruce entre la línea
vertical y la horizontal, en el espacio transicional y el Preconsciente, siendo
tal combinación la que Green ha expresado con una excepcional y desafiante
frase en su artículo de 1974 sobre el preconsciente:
“Tal vez sea la proyección
de este espacio hacia el exterior en la relación madre–hijo lo que justifique
lo que Winnicott llamó espacio
transicional (Winnicott, 1953)”[4]
Conjunción
de espacios de trabajo que no es casual; sin embargo, en principio retendremos
lo esencial de esta concepción, a saber: la idea de representación en tanto
eje teórico, entendiendo por tal la impresión
que deja en el psiquismo el trabajo
conjunto de la realidad externa y psíquica, y que fuerza al aparato psíquico
a construir una tercera realidad, de algún modo toda ella transicional, entre
el soma y el Real[5].
En el interior de esa conjunción toda hallamos las dos líneas
divisorias que anteriormente indicáramos, una separando de aquello reconocido
como exterior –Freud diría
“reencontrado”–, y la otra, separando en el interior del Yo los espacios psíquicos del Inconsciente,
aquella otra realidad perdida, y del Consciente y Preconsciente.
El
trabajo de traducción se nos insinúa, por lo tanto, doble.
En cierto sentido, el aparato psíquico debe representar la realidad
exterior a un modo propio, en el otro, el Preconsciente debe permitir el paso de
las verdades del inconsciente para darle cauce a su reconocimiento y satisfacción.
Bien sabemos que tales, ambas, tareas pueden fracasar; sin embargo, nos
basta comprender que el trabajo de la representación interior no puede llevarse
a cabo sin la colaboración de la exterior –digamos, del objeto–, y en tal
sentido deberían leerse los elogios greenianos a los aportes de Winnicott y
Bion quienes rescatan el papel –activo– del objeto en la constitución del
psiquismo. El lenguaje, el símbolo
–que es sin duda el eje del Preconsciente y aquello que permite enlazar las
representaciones de objeto y transformar los afectos–, es en primera instancia
un lenguaje del objeto, tal como
resaltara también Lacan al considerar al Otro como el tesoro del significante.
Entonces, y ahora con Bion, por la función alfa del objeto vinculante el
Sujeto puede deslindar en su interior los caminos de la excitación y
transformar sus elementos a
en b,
sucediendo a la división Preconsciente–Inconsciente e Interior–Exterior[6].
Por ello, las áreas de lo Preconsciente, en tanto mediador simbólico, y
del espacio transicional, en cuanto precursor de la representación[7], pueden superponerse
momentáneamente, a fin de elaborar por los caminos de la representación las
tareas necesarias para la vida que el Ello y la realidad exterior, esos amos tiránicos,
no cesan de proponer constantemente: las del duelo y la sutura.
Siguiendo estas líneas, y a
modo de ejemplo, me atrevería a considerar el sueño como el espacio continente
de la ilusión, donde el soñar sería el marco en el cual se sueña.
Ese “cuadro” nos recordaría al funcionamiento psíquico temprano del
bebé transcurriendo “desde” el objeto materno, es decir, desde su mente.
Además, en mi opinión, el hecho de “soñar” o “pensar” desde el
objeto no debiera ponderarse como una relación fusional o simbiótica entre el
sujeto y el objeto; por el contrario, tal vinculación nos recordaría las
relaciones entre continente y contenido que describiera Bion:
“Por
‘asociada’[8]
entiendo una relación en la cual dos objetos comparten un tercero para provecho
de los tres. Por ‘simbiótica’,
una relación en la que uno depende de otro para provecho mutuo.
Por ‘parasitaria’ quiero representar una relación en la cual uno
depende de otro para producir un tercero que es destructivo para los tres”[9].
No nos es difícil, en tal
contexto, imaginar que la relación de continente y contenido –la cual podríamos
vincular con la ilusión como precursora del duelo– consiste en la
“asociada” o “comensal”.
La
función de la representación, la ligazón y el objeto
Así,
de este modo, la representación tiene un papel fundamental –literalmente
hablando– en el psiquismo, pues es la encargada de solventar a su costa la
supervivencia del aparato. El papel
del objeto, lo sabemos, no es ajeno, del mismo modo que no lo es el del extremo
opuesto: el afecto, pues ambos constituyen ese doble linaje representacional que
conecta los extremos no psíquicos de esta tercera realidad: el soma y el Real.
La tendencia objetalizante[10]
de la pulsión no podría funcionar
sin el mecanismo de la ligazón[11];
es decir, la pulsión erótica se une a un objeto–función que permite al
psiquismo delegar, hacer como si, ese
mismo objeto fuera él mismo o una parte funcional de sí mismo[12].
Por estos caminos, el aparato psíquico puede funcionar en y desde un
objeto psíquico que conlleve las tareas necesarias, por ejemplo de representación,
calma, satisfacción, contención, etc[13].
Las investiduras que se depositan en tales objetos no sólo no se
pierden, sino que, además, retornan –si cabe la expresión– transformadas
por la riqueza del objeto: investiduras significativas mantenidas y
sobreinvestiduras regredientes[14]
que permiten resignificar las experiencias proyectadas fuera de sí mismo hacia
el objeto transformador. El camino
de la representación se nos presenta así casi evidente.
La
importancia del trabajo del objeto se trasluce si lo consideramos como un objeto
vivo, como una madre viva, una
madre presente –presencia que no es ni intrusión ni pérdida[15]–,
que presta su psiquismo para el trabajo de transformación de las excitaciones
del bebé en elementos psíquicos que puedan tramitarse por la vía de la
representación y no del pasaje al acto. Según
lo entiendo, sería por la conjunción con el objeto de la satisfacción
–basta su representación– por medio del cual la ligazón puede elevar la
excitación somática al nivel necesario para su descarga posterior por el
placer[16], o sea, incluir la
excitación somática en los caminos psíquicos de la representación objetal.
Reencontrar
o recordar
En
las líneas anteriores hemos seguido un supuesto que no hemos hecho explícito
hasta este momento, en que se torna necesario: el eje conceptual de la
representación está anclado en la condición sine
qua non de su funcionamiento, esto es, la
pérdida el objeto, la ausencia del objeto materno primario.
En
su trabajo “La Negación”[17],
cuya lectura tantas veces ha sido recomendada por Green, Freud desarrolla la
noción del trabajo de pensamiento como un trabajo de representación, cuya
función secundaria[18]
consistiría en deslindar el carácter interior o exterior de las
representaciones, adscribiendo lo exterior a lo reencontrado –en presencia del
objeto– y lo interior a lo meramente recordado –en ausencia del objeto–.
Notamos, así, que el trabajo del pensamiento está íntimamente ligado a
la capacidad de representar objetos ausentes, es decir, de volverlos presentes al
mismo tiempo que de representar su ausencia objetiva. Sin este paso decisivo, no podríamos hablar elocuentemente
de representación, pues es justamente la ausencia del objeto la que pone en
juego los mecanismos psíquicos necesarios a fin de prepararlo para su
reencuentro. Decir
“reencuentro” (y religazón) es como decir “volver a encontrar en la
percepción lo representado en el aparato psíquico”.
Considero que esa “presencia con ausencia”, que es la representación,
es tributaria tanto de los dos principios (de placer y de realidad) como de los
dos sistemas (Consciente e Inconsciente), y aún más: lo sería igualmente del
afecto (memoria y presencia) y el objeto (percepción y ausencia). La ilusión sería la precondición del reencuentro pues
porta en ella misma, no tanto la cualidad de presente, sino la de “esperar
ante una ausencia”. Sabemos también
que Green ha destacado, en este sentido, el papel fundamental del objeto
transicional como precursor de la
simbolización, es decir, como anticipación
del reencuentro.
La
ausencia a la percepción del objeto intentado es la condición que permite al
aparato psíquico la interiorización del acto pulsional[19],
nutriéndose de interioridad por la vida afectiva[20],
y pudiendo demorar la satisfacción y la descarga del aparato por la vía del
enriquecimiento del entramado potencial[21]
que une las diversas representaciones, o huellas mnémicas, que lo conforman.
La experiencia, entonces, no estará ajena a la
expectativa de un reencuentro pasante por el tamiz de la identidad o la
diferencia absolutas[22],
sólo para culminar, una vez más, en la mera semejanza, condición del trabajo
psíquico inacabado que relanza su tarea de sobrevivir.
El
camino medio de la pulsión, el fantasma y el objeto transicional
Si
quisiéramos, entonces, seguir la expresión que hemos propuesto como título de
este apartado, podríamos decir que el fantasma, la pulsión y el objeto
transicional son caminos medios entre realidades heterogéneas: la pulsión
entre el soma y el psiquismo, el fantasma entre el Inconsciente y el Consciente,
y el objeto transicional entre la realidad psíquica interior y la exterior.
Un camino medio no implica solamente –y usando la conocida expresión–
una tercera vía, sino que también
conlleva la noción de tercer término y aún de tercer
momento. La vía del tercer
camino se convertiría así, para el psicoanálisis, en la vía del apres-coup.
De
este modo, y siempre con la noción de la
ausencia objetal como eje teórico, los tres conceptos mencionados pueden
considerarse como resultados medios
posteriores a la pérdida de la satisfacción primaria. La pulsión, constituyéndose como deslinde somático en el
interior del psiquismo, sin guardar una relación ni analógica ni figurativa[23]
con el soma –pues la pulsión no es una representación por semejanza de las
necesidades somáticas– y articulada en torno al principio del
placer–displacer, quedaría organizada como un intento de disminuir la tensión
en el interior del aparato a través de las fronteras anímicas de la
representación –es decir, del afecto y el objeto y, consecuentemente, de la
palabra y la realidad exterior–. Algo
semejante podríamos decir del fantasma, aquél con el que la pulsión cuenta
para su satisfacción, pues éste también está constituido apres-coup
de la experiencia y enriquecido, ya lo hemos visto, por las huellas mnémicas,
los afectos conscientes (cualidades) e inconscientes (investiduras[24])
y, sobre todo, por los procesos secundarios, que le aportan su lógica verbal de
no–contradicción y lo hacen permeable a su devenir consciente.
El fantasma, en efecto, no deja de ser una preparación para la
experiencia significativa[25].
Por último, el objeto transicional, que también sucede a la pérdida
del objeto para ser un proto–símbolo, esa primera posesión no–yo, con el
fin de fomentar un espacio de ilusión que anticipe un reencuentro deseado.
El
afecto es un efecto
En
el párrafo anterior hemos dejado entrever que el afecto es el vértice de la
interioridad por cuánto él se corresponde con una descarga libidinal interna,
realizada en una huella mnémica que libera una cantidad de energía no
figurativa que propendrá a su descarga por la vía de las representaciones de
objeto y su enlace verbal.
En
efecto, ante la ausencia externa del objeto, la satisfacción se intenta por algún
tiempo invocando al recuerdo del mismo
para dar lugar, por la descarga, al afecto–cantidad como producto inconsciente
de la representación. No obstante
ello, el afecto –y pensemos en el placer o la angustia– muestra su
incidencia independientemente de la presencia o ausencia del objeto, a
diferencia del significante que, en cuanto símbolo,
necesita de una pérdida para representarse[26].
El afecto–cantidad, por lo tanto, mantendrá sus ligazones
significativas tramitándose por el aparato psíquico hasta llegar a la barrera
de lo Preconsciente, donde las representaciones de objeto inconscientes se unen
a las conscientes y a sus
representaciones verbales, y el afecto se diferencia y cualifica.
Es mi opinión que afecto–cantidad y afecto–cualidad serían, desde
esta perspectiva, una división metapsicológica tan valiosa como la de
Inconsciente y Preconsciente, o de representaciones objeto y representaciones
palabras, pues es en virtud de estas otras
por las que los primeros encuentran su economía, tópica y dinámica
complementaria. Quisiera no dejar
de resaltar la indudable fuente de verdad
vital que constituyen los afectos, en cualquiera de sus dos formas: en
cuanto cantidad, por representar la búsqueda pulsional portadora de sus
huellas, en cuanto cualidad, pues es signo y condición de la interioridad y la
autorreferencia. En cierto sentido,
esta condición de verdad de los afectos me recuerda a aquello que decía Lacan
respecto de “la angustia no miente”, y que enunciaba, quizás, para
solidarizarse –por oposición e involuntariamente– con su adversario ideológico:
el gran Descartes. En efecto, el
filósofo francés, a fin de otorgarle un valor de verdad a su percepción, y
perseguido por admitir como criterio único de conciencia sólo aquellas ideas
–representaciones– claras y distintas, debía creer en un Dios verdadero
como garante representacional, pues nunca era suficiente la certeza de no estar
siendo engañado por un geniecillo alucinante.
Comparando con la frase de Lacan, y tal vez a riesgo de forzar nuestra
interpretación, diríamos que para el psicoanalista francés “la angustia es
la Verdad”.
Las
huellas mnémicas y su paradojas
Las
huellas mnémicas portan, entonces, una importante paradoja: en cierto sentido,
preexisten a la experiencia, y en otro, son posteriores a ella y, justamente
porque “huella mnémica” significa, siempre, la presencia de un ausente, son
tanto la condición de la significación
–pues siempre se recurre regredientemente a una huella mnémica previa para
enlazar la percepción–, como el efecto
de la experiencia perdida –dejando en el psiquismo la marca ora de la
satisfacción ora de la insatisfacción–.
¿Será en vano recordar las asociaciones a las que entrambas líneas de
fuerza nos conducen? Por un carril, hacia las huellas filogenéticas, como metáfora
insoluble de una premisa lógica invariante, por el otro, hacia el recuerdo,
solidario con el fantasma, como material recurrente de sueños, síntomas y
chistes.
<< Volver a Artículos |
[2] André Green, De locuras privadas, p. 95
[3] Los procesos terciarios tienen por finalidad poner en relación los procesos primarios y secundarios. Cf. André Green, Anexo D: Nota sobre los procesos terciarios en La metapsicología revisitada, p. 185ss.
[4] André Green, De locuras privadas, p. 335 (las cursivas son del autor)
[5] Alan Fine y Jacqueline Schaeffer, Interrogaciones psicosomáticas, p. 58
[6] Wilfred Bion, Una teoría del pensamiento en Volviendo a pensar, p. 159
[7] Donald Winnicott, Realidad y Juego, pág. 30 y 31
[8] También conocida como “comensal”
[9] Wilfred Bion, Atención e Interpretación, pág. 94
[10] André Green, Del objeto no unificable a la función objetalizante en La metapsicología revisitada, p. 251ss; y también, André Green et al., La pulsión de muerte, p. 72
[11] André Green, La nueva clínica psicoanalítica y la teoría de Freud, p. 107.
[12] No obstante ello, cabe recordar que Green sostiene que sería posible pensar un sujeto alternando momentáneamente en las relaciones de identificación y de objeto aún desde el comienzo de la vida psíquica.
[13] Cf. André Green, La metapsicología revisitada, pág. 263-264
[14] André Green, La diacronía en psicoanálsis, p. 36ss
[15] André Green, De locuras privadas, p. 113 y 258
[16] André Green, La diacronía en psicoanálsis, p. 135
[17] Sigmund Freud, La Negación, AE,19, p. 249 ss.
[18] La función primaria se basa en el juicio de atribución “bueno” – “malo” respecto a lo percibido.
[19] André Green, Las cadenas de Eros, p. 111
[20] André Green, Sobre la discriminación e indiscriminación afecto–representación, p.30
[21] André Green, De locuras privadas, p. 321; y también, André Green, Las cadenas de Eros, p. 72
[22] André Green, La diacronía en psicoanálsis, p. 34
[23] La relación “figurativa” remite a la que existe entre representaciones, siendo “lo no–figurativo” equivalente a “lo irrepresentable”. La relación “analógica” se refiere a las relaciones de semejanza entre dos o más representaciones. La distinción se torna valiosa al estudiar las relaciones entre la representación de palabra y de cosa pues aunque es una relación figurativa (ambas son representaciones) no es analógica, ya que entre la palabra y la cosa existe el vínculo convencional de nombrar bajo ciertos fonemas determinadas representaciones de objeto.
[24] André Green, Sobre la discriminación e indiscriminación afecto–representación, p. 30-36; Alan Fine y Jacqueline Schaeffer, Interrogaciones psicosomáticas, p. 60
[25] André Green, El complejo de Edipo en la tragedia, p. 45ss
[26] André Green, La diacronía en psicoanálsis, p. 29-31